Cómo la Literatura viaja por generaciones y no sé cómo llegó a mí.
- Mar San Basilio (@MusaDelDiablo)
- 19 jul 2017
- 3 Min. de lectura

Disfrutando de un poco de café, me encomendé la tarea de buscar un recuerdo en el que apareciera algún familiar mío, disfrutando de algún libro. Tardé horas en terminar el escáner completo a mi memoria, llegando a una conclusión un poco desalentadora e intrigante. La respuesta era negativa ─aún─: No recuerdo haber visto alguna vez a alguien que lleve un poco de mi ADN, disfrutando de su lectura, mucho menos alguien que tenga una biblioteca de la que enorgullecerse.
Para encontrar de quién heredé ─si es que así se puede decir─, mi gusto y amor por los libros, primero busqué en mis recuerdos a quienes me heredaron algo que hasta ahora me gusta y/o amo hacer.
Creo que mi gusto por hablar, me lo heredó mi abuelo Hilario ─cuyo apodo bonito no se los puedo contar por aquí─cada vez que empezaba un discurso, no había quién lo calle, pasadas como mínimo, dos horas ─o al menos, eso es lo que me han contado, no deberían creerlo del todo, pero sí era mucho el tiempo que se gastaba lanzando sermones─. Los pocos recuerdos que atesoro de él, son los de un abuelo demasiado consentidor con su nieta más pequeña en eso entonces. Me daba propinas casi interdiario y sé que me los daba para algo en específico ; sólo sucede que a estas alturas, no recuerdo si me los daba para dulces o para un libro (algo que me "educara"). Tal vez nunca pueda recordarlo y cada vez que se lo he preguntado a alguien, siempre me han respondido lo mismo: Al parecer, te daba los soles completos, a nosotros nos decía "¡¿Qué?! ¡¿Un sol?!/ ¿Para qué quieres cincuenta? Si con veinte te alcanza/ Toma diez y comparte con tu hermano." Y con esos diez céntimos, sólo se podía comprar una goma de mascar o un caramelo, nada más.
De mi abuelo Nicolás, tampoco tengo muchos recuerdos, pero me contaron que también me quería mucho. Solía enojarse mucho con mis padres, cuando me veía llorar, por más que fuera un berrinche. No sé muy bien cuál de los dos habría disfrutado mucho más de un libro, o de leerme alguno mientras me tenían sentada sobre sus rodillas, como en mi imaginación de infante y gracias a cuentos de la escuela, suponía que era lo que los abuelos siempre hacen con sus nietos. Sólo sé que compartían dos cosas: El gusto por el alcohol ─que ahora recién puedo decirles que lo entiendo─ y un gran cariño por sus respectivas familias.
Tal vez es ese amor, lo que me falta desde el 2013, cuando murió mi abuelo Hilario. Cinco años atrás, cuando murió mi abuelo Nicolás, también me afectó, pero resistía teniendo aún a mi otro abuelo.
Cuando me di cuenta que ya ninguno me quedaba y sólo vi a mis dos abuelas hablar sobre comida y cómo se encontraban sus hijos; mi corazón se entristeció profundamente. Lloré por dentro unos largos siete días. Lloré por el vacío que ambos me habían dejado y que se suponía, ellas lo llenarían. Pero nunca lograrán hacerlo, porque ellas no me contarán grandes historias de aventuras, o de política; nunca compartirán una cerveza conmigo o tal vez nunca me den una propina para quedarme con la duda ─casi existencial─ de si debo destinarlo en comida o libros ¿Y por qué no lo harán? Porque en su época, a ambas las privaron de educación, ninguna tuvo la oportunidad de pisar un salón de clases, a menos que sea para la reunión de uno de sus hijos. Explicarles algún secreto del universo, o de nuestro propio cuerpo, es una tarea demasiado complicada, que nadie ─incluyéndome─se ha atrevido a realizar.
Pero las admiro, ambas lograron ─cada una por su parte─ que mis padres tengan una profesión y por ende, luego de decidir formar una familia, mi madre decidiera también, que leería durante su embarazo y así, a mí me naciera este amor por los libros. De alguna u otra manera, la literatura llegó a mis manos, entre tantas personas con un poco de mi ADN, sin una biblioteca de la que enorgullecerse.
Comments